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Ni es cielo ni es azul, booktrailer

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nueva novela

Ni es cielo ni es azul

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poemas

bandera

En esta casa se vive en castellano

Se sueña en Unamuno

Se laberinta en Borges

Se camina en Machado

En esta casa se plancha en Costantini

Se trabaja en Dalmiro

Se descansa en Onetti

Se llega en Boccanera

Como una bandera plantada en el jardín

En esta casa se susurra en Cortázar

Se pinta en Federico

Se despierta en Marsé

Se ama en Benedetti

Como una declaración silvestre de principios

En esta casa se cuenta en Bioy Casares

Se dormita en Hernández

Se vuela en García Márquez

Se deletrea en Manzi

Como un destino a contramano

En esta casa se lee en Macedonio

Se fatiga en Juanele

Se viaja en Maria Elena

Se vislumbra en Dujovne

En esta casa Se predica en Giverti

se abriga en Soriano

Se desayuna en Bullrich

Se comulga en Serrat

Se pinta en Karp

y se escribe en Blasco

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poemas

Granadina

Restos de frío

de viento,

de poeta,

del África asomada

que empujaron al sur

y que quedó en los ojos

de todas las mujeres de Granada.

Eco de los sonidos 

que regresan

en el secreto místico 

del agua.

Eco de gritos

suben del barranco;

silbido inofensivo

de las balas.

Los siempre centinelas

de los tiempos,

la Carrera del Darro

y la Alhambra,

sueño morisco

que ya no vigila

desde lo alto

las paredes blancas.

Y Federico en todas las palabras.

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cuentos

Música de Brahms para la cena

Se puede decir que tuve algunas oportunidades, pero no fueron tantas. Y casi siempre fueron equívocas o inoportunas. Me fui del país hace unos años, cuatro para ser preciso, en una de las tantas olas de paisanos que hacían cola frente a las embajadas para conseguir un pasaporte que el abuelo no incluyó en la flaca herencia, o en los aeropuertos para subirse a un avión que los lleve al otro lado del mar. Mi caso fue diferente. Fui juntando el hartazgo normal de la cotidianidad argentina con maltratos, esperas estériles, piquetes inútiles, sobreprecios repetidos, estafas, tirones, asaltos armados, motochorros. Un día el cuerpo dijo basta, no puedo vivir más en este lugar, hice unos arreglos mínimos y me fui por la vía sencilla, la del impulso: pasaporte, avión, pañuelo, y en unos minutos estaba en el aire, y en muchas horas estaba en Madrid.

Me impactó la ciudad, siempre activa, siempre bulliciosa, Buenos Aires era así, pero de una manera diferente, no sé si mi percepción va más allá de lo subjetivo, pero se me hacía más triste, más preocupada, más trágica siempre. En Madrid me encontré a la ligereza. La vida era una oportunidad, de cantar, de salir, de comer tapas, de bromear. Las horas pasaban livianas, las veredas eran tenues, la gente caminaba levemente, todo era más fácil, o al menos esa fue mi impresión durante los primeros días, los de descubrir la ciudad, hotel barato, mucho caminar y alimentarme de tapas. La vida bohemia que siempre me había seducido y a la que nunca me había atrevido a insinuarme de repente la vivía con una ciudad entera por apropiarme. Los ahorros que traía eran suficientes para no tener problemas durante un mes, seis o siete semanas si los administraba con un cierto rigor, que era mi política. Nada de copas después de la primera noche, desayunos de supermercado después de la primera semana en la que descubrí las porras y el chocolate espeso por los bares de Malasaña, almuerzos sencillos, cenas salteadas, apoyado en la excusa del buen dormir. El primer currículum lo entregué en mano a una recepcionista medio dormida de una empresa que ya no recuerdo la mañana de mi segundo jueves en España. Ligera como era entonces la vida, me tomé el día para festejar la entrega, lo que justificaba una partida presupuestaria especial de veinticinco euros para almorzar por ahí. El viernes entregué otros dos, y cada uno significaba entrar a un ciberpaqui, pagar media hora de un ordenador, las impresiones, respirar ese aire viciado de los locales sin luz natural ni ventilación y salir a la calle con dos nuevas esperanzas, a la vez que estaba atento al teléfono prepago por si se producía el milagro de una llamada. Desde luego que no se produjo, fueron semanas de aprendizaje de que trabajar es un prodigio para un argentino con visa de turista, o para lo que me estaba transformando día a día, un inmigrante sin papeles. Tardé tres semanas en oír hablar de la sobreformación, un absurdo en cualquier medio que no sea el mercado laboral español, y en quitar de mi curriculum mi formación universitaria; soy Licenciado en Economía por la UBA, tuve la fortuna de nacer en un país que educa gratuitamente a sus ciudadanos, y les permite irse con esa formación a trabajar por el mundo. Pero eso no era apreciado para los puestos a los que aspiraba, bastante más modestos y peor pagados, así que borré las líneas de la Economía, y me quedé con un secundario completo pelado. El teléfono empezó a sonar, pero la llamada se terminaba en cuanto mencionaba mi condición de turista por noventa días y después veremos. Decidí obviar esa información y así llegué hasta el punto de no presentar los papeles que me pedían para firmar el contrato, arañando dos días de trabajo de administrativo en una empresa de distribución de lácteos, que me pagaron en efectivo después de decirme que no podía seguir trabajando. Para mí era una novedad, un exotismo incomprensible eso de los contratos y los derechos, un tema que se había transformado en un obstáculo insalvable. Comencé a estar en contacto con otros latinoamericanos en mi misma situación, y terminé de comprender que el circuito de trabajo en negro comprendía una serie de trabajos y no todos. Cuando me quedaba el quince por ciento del dinero que había traído de Buenos Aires, comencé a trabajar en una inmobiliaria como vendedor y alquilador de pisos a comisión, es decir que no tenía sueldo y cobraba un porcentaje de lo que producía en alquiler o venta de los pisos de la agencia. En términos legales era un trabajador ilegal, en términos reales era un trabajador gratuito. Pero existía la posibilidad de hacer algún dinero, y era la primera que se me había presentado en dos meses de vivir en Madrid. Con el primer alquiler, que cobré dos semanas después del contrato, quise recuperar algo del disfrute que había perdido en esas nueve semanas en España en las que me había dedicado por completo a conocer la ciudad y a buscar trabajo, y saqué de la valija los tres libros y los cinco cd que me había traído de casa, como una compañía imprescindible: Brahms, Beethoven, Memphis, Bill Evans y Pat Metheny, cada uno representando a sus compositores cercanos, que no me cupieron en el equipaje. Me regalé una hora de disfrute hasta que asomó a mi pensamiento la idea de que vivir en el hotel pronto iba a ser insostenible, y que tenía que buscar un piso para alquilar, había un estudio amoblado en San Blas que podría pagar, al menos durante unos meses hasta que el trabajo en la inmobiliaria arrancara. Pero nunca arrancó. Alquilaba tres o cuatro pisos por mes que me dejaban una cantidad de euros que me daría vergüenza reconocer, y que solo alcanzaba para que el fondo se extinguiera menos rápidamente y postergar un poco el momento del cero y el desastre. También hacía que no me decidiera a dejar la agencia y me buscara otro laburo, bajo el lema Algo es algo, y peor es nada. Así llegó el día noventa de mi vida en Madrid, y con él la caducidad de mi visa de turista, lo que implicaba mi paso inmediato a la clandestinidad, o a la ilegalidad, como suele decirse. Esa noche valoré la posibilidad de dejar el estudio de San Blas que acababa de alquilar gracias a una trampa que inventé con la agencia, una trampa inocente, porque tenía la intención de dejar el piso antes de retrasarme con una cuota; y necesaria, porque los propietarios y sus representantes se echaban atrás cuando escuchaban mi acento o mi situación en España. Así conseguí un contrato por dos años en mi piso de la calle de Suecia, cerca del Metro las Musas que estuve a punto de abandonar el mismo día que iba a perder mi pasaje de vuelta a Buenos Aires, y un nudo en la garganta no me dejaba tragar, y el miedo me sacudió en el preciso momento en el que ya fue demasiado tarde para tomarme un taxi y llegar a Barajas para tomar mi vuelo de regreso y volver a mi vida, a mi ciudad, a mis amigos, mi familia, mis canales de televisión, mi calendario.

El trabajo en la inmobiliaria fue estabilizándose, alquilaba unos diez o doce pisos por mes, lo que me generaba un dinero suficiente para llevar una vida austera y no tocar el resto del dinero que me quedaba, que era a esas alturas bastante poco. Era un progreso, aunque diferente al que había imaginado, y me seguía conformando ante la ausencia de una mejor opción, y siempre con el objetivo de vender un piso y recibir una comisión que equivalía a lo que ganaba en dos meses. Le ponía corazón, pero las crisis, las guerras o el turismo eran obstáculos que no había aprendido a salvar para cerrar una venta. Aun así seguí, y me acostumbré al ritmo de gastos e ingresos, y tuve la impresión de que no era una vida desdeñable la que llevaba, aunque extrañara horrores mi país. Un año y medio pasó hasta que le pedí a mi jefe que me ayudara a pedir la residencia, y cinco segundos hasta que se negó con unos argumentos absurdos, incluso irrespetuosos. Pensé en renunciar, un sinsentido en una relación en la que no mediaba ningún contrato, pero no tenía otro ingreso y tuve que guardarme el orgullo.

A estas alturas ya comenzaba a sentir la soledad del desterrado. Hablaba por teléfono con la familia y los amigos, pero las llamadas me dejaban cada vez más un regusto amargo, y los mensajes acentuaban mi ausencia, de manera que poco a poco los fui espaciando.

Un par de meses antes de cumplir dos años en la agencia, cuando salíamos de visitar un piso de la calle Catalina Suarez, mucha luz, primer piso sin ascensor, gas ciudad, tres habitaciones, muy buen estado, la clienta me dijo que estaba interesada y que pasaría esa misma tarde por la agencia para dejar una paga y señal. De no saber gestionar la sorpresa estuve a punto de abrazarla; le respondí como un profesional cómo no, la esperamos cuando guste, mientras hacía las cuentas de mi comisión. Era un pastón. Eran cuatro o cinco meses de tranquilidad. Era la posibilidad de empatar, de volver a Buenos Aires con el mismo dinero con el que me había ido. Era volver a comer en un restaurante. Era comprar un par de discos y de libros que había visto en una tienda y no me podía permitir. Era que por primera vez en mucho tiempo la vida me sonriera.

Volvía la agencia feliz, y le conté a mi jefe que esa tarde iba a firmar mi primera venta. El tipo me miró, no dijo nada, y se metió en la oficina del jefazo, el Bigote inalcanzable. Pensé en pedir un adelanto de mi comisión y darme un modesto festín, nada del otro mundo, una paella de mariscos, o una cazuela, algo que halagara el estómago que tanto me aguantó. Después de la firma, que hasta que hoy la palabra no vale nada.

Por la tarde, sobre las cinco, llegó la señora Violeta con su marido y se los llevaron a la oficina del jefazo, sin avisarme ni pedirme que estuviera presente. Al cabo de una media hora salieron sonrientes los dos, con gesto profesional el Bigote Mayor y mi jefe, se dieron la mano y se citaron en la oficina del notario para el jueves siguiente. Al salir, la señora Violeta se acercó hasta mí y me dio las gracias, estaba feliz con su compra y se despidió hasta la próxima. Pero no iba a haber una próxima.

La mañana siguiente mi jefe me llamó antes de que me ubicara en mi escritorio. Tenía el gesto serio, y me indicó que pasara a la oficina del Bigote en Jefe. Nunca había estado en ese sitio, donde la ostentación y lo rancio iban de la mano. Tampoco había oído hasta entonces la voz del jefazo, la conocí en ese momento cuando me dijo que las cosas iban mal, y que él no sabía que no tenía papeles, que los había engañado, que les había llegado el rumor de que estaban controlando a los ilegales por el barrio y una serie de estupideces más, que concluyeron en mi despido con carácter inmediato. Sin darme tiempo a reaccionar me entregaron un sobre con una suma de dinero que no coincidía con mis cuentas. Cuando reclamé mi comisión por la venta del piso de Catalina Suarez me respondieron con frases inconexas, hasta que mi ex jefe mintió que se había caído la venta.

Estuve tres días sin salir de casa, comiendo de las latas que me quedaban en la despensa, sin ver a nadie, sin llamar a nadie.

A partir de ese día mi vida careció de regularidad, iba a remolque de los días y de la necesidad, mis reservas se agotaron y por primera vez en mi vida me sentí perseguido por el hambre. De alguna manera me transformé en un hombre diferente, porque tuve que justificar y hacer cosas que de las que no me creía capaz. Robé en el Mercadona un salame, que luego fue el manjar más delicioso que me llevé a la boca, salté los molinetes del metro y corrí por los pasillos ya do vi al cardumen controlador, y llegó el día en que dejé de pagar el alquiler y me convertí en okupa. Un okupa a disgusto, es verdad, y muy correcto, porque le pedí perdón mil veces a la propietaria, que era buena gente, pero ¿qué podía hacer yo? Comía poco, vivía a oscuras todo el tiempo que podía, andaba por la calle evitando a la policía , salía a buscar curro cada día. De vez en cuando aparecía algo, siempre por unos días, siempre mal pagado. Me ofrecí para hacer la declaración de la renta, clases de apoyo en matemáticas, pintura de pisos y locales, reparación de muebles, clases de español para extranjeros y algunas otras cosas que ya no recuerdo, la mayoría unos fracasos incontestables, otras que me fueron dando ingresos con los que apenas malvivía. Por fin la propietaria se cansó, o se conformó con una promesa vaga de pago, y por lo menos sé dónde voy a vivir el mes que viene, que es mucho. Cada vez que consigo un trabajo le doy un tercio de lo que ganó, ella hace como que lo apunta en una libreta azul y me hace volver a jurar que un día me va a ir bien y que le voy a ir pagando. Yo creo que se le ablandó el corazón porque tiene un hermano que se fue a Alemania en los sesenta. 
Hace mucho que no llamo a casa. Sé que están bien por el WhatsApp, y porque escucho radios argentinas y me creo la mitad de lo que dicen. Busco trabajo cada día, pero temo haber entrado en una dinámica en la que salgo cada mañana a no encontrarlo, entrego el currículum y no espero nada. Llevo tres semanas sin un curro, y me quedan un billete de cinco a salvo en una novela de Kundera, unas monedas en el bolsillo del pantalón, un euro con sesenta céntimos, y la duda de haber guardado diez euros en un abrigo, una duda que prefiero no desvelar, y a la que llamo el almuerzo de Schrödinger. Pero no pierdo el buen humor, con el tiempo he recuperado los placeres de los que el trabajo diario me había privado, y que son prácticamente gratis, la música y la lectura. Esta tarde voy a terminar un libro antes de que se vaya la luz del día, me quedan veinticinco páginas de una novela de Vázquez Montalbán, y esta noche tengo música de Brahms para la cena.

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cuentos poemas

Los cuentacuentos invaden la ciudad

o Cuento para iniciar los cuentos

El viento que sopló no era el de siempre

llegó con el perfume de los héroes

el otoño supo abrir las ventanas

y las hogueras de entibiar las almas

en una calle se montó el escenario

en la mesa de un bar, y en los patios,

y en una radio, y a la sombra de un olmo

y a la orilla del mar, y de nosotros.

los chicos se acercaron los primeros,

los que lo son y los que no dejan de serlo.

se pudo ver corriendo las aceras

personajes, bigotes y galeras

y gorras, y pañuelos amarillos

y un cuatro con bufanda y sin bolsillos,

y un viejito muy sabio que decía

-‘la verdad se viste de mentira’

¡vengan todos! -gritaba un bombero-

¡no se pierdan el tren de los recuerdos!

¡el tren de los recuerdos que nos faltan

y que nos pintaremos con palabras!

si se suben al tren les garantizo

un paisaje, un cielo y un hechizo

les prometo un libro lenguaraz 

y un reloj que camina para atrás

un ángel nadador, un pretendiente

dispuesto a enamorarte para siempre,

y un sueño que aún no hemos soñado

y que haremos realidad con nuestras manos

nadie quiso quedarse sin su cuento

y empezaron a mirarse hacia adentro

el tren llegó a las buenas estaciones

y bajaron de todos los vagones

los que hacen las historias del lugar

y los que las venían a contar

¡toda una multitud de ojos abiertos

con la razón y el corazón despiertos!

un policía gritó por molestar

¡los cuentacuentos tomaron la ciudad! 

pero nadie creyó que hicieran falta

los que tienen miedo en voz alta.

ya está el silencio, la luz, el buen modo

estás vos (tú), estoy yo, estamos todos

y los que bajaron de este tren

se sientan a escuchar, y yo también.

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cuentos

cuidadanía

La tarde había sido agradable, y Vera había guardado esa sensación en el cuerpo. Volvía a casa sobre las cinco, esquivando los obstáculos de la rue Cherche Midi, un camión de La Poste, un monopatín abandonado, unas maletas. Era verdad que añoraba su oficio, las luces, las cámaras, el vértigo del directo; pero la gente en Paris había sido tan amable, los habían. Recibido con tanta generosidad, que la nostalgia perdía protagonismo. O mejor, era un articulo suntuario, no se la podían permitir ninguno de los dos, aunque en silencio a veces regresaba con la memoria a pasear por sus calles de Praga, a cruzar el Moldava por sus puentes, su preferido era el de Charles, con su doble fila de estatuas que tanto la asustaban de niña. Si lo viera ahora, tomado por los turistas y los mercaderes, despojado de encanto y de paz. Pero eso no forma parte de la memoria de Vera, que se escapaba de vez en cuando, siempre que su hombre no estuviese en la habitación, a recorrer su ciudad para que el olvido no la ganara. Era tan vívido el recuerdo, tan intensas las sensaciones, que necesitaba una decena de segundos para regresar a su apartamento de Paris, donde se sentía tan bien. Entró en la boulangerie para comprar una barra de pan Tradition, a Milan le gustaba comer un trozo de pan después de la cena, para adormecer los sabores. Entró a casa con el ritual de siempre: llaves, empujón fuerte para movilizar el portal negro brutal, buzón, cartas, ascensor. Era una tontería, pero se alegraba cada vez que la cosecha postal era generosa, acaso con nostalgia de los tiempos de los grandes éxitos de su hombre, aquellos días en los que el buzón no alcanzaba, y el cartero les dejaba a diario un par de bolsas repletas de cartas de admiradores, propuestas de entrevistas, ruegos de encuentros de escritores en ciernes. Esta vez fueron tres las cartas, de entre las que destacó una por el particular orden de las letras del sobre, en las que reconoció enseguida su lengua materna. Estaba dirigida a él, y decidió abrirla enseguida. Tenían un acuerdo por el que podían abrir la correspondencia del otro por si había que dar una respuesta urgentes presentar un nuevo documento a la Administración. Vera sintió que le corazón se le encogía, hacía mucho tiempo que no llegaban buenas noticias desde Praga, y no parecía que eso fuera a cambiar. Para colmo Milan no callaba, respondía todas las preguntas que le hacían, y esos indignos que gobernaban en su patria no eran gente con sentido del humor. Llevaban poco tiempo en Paris, casi toda la vida en una ciudad que tuvo el mérito de ir generando recuerdos que cubrieran los recuerdos de su tierra de prejuicios, denuncias y tanques sin primavera. Para la primera lectura no consiguió concentrarse, palabrerío burocrático, espuma soviética sin sentido en la realidad. Lo intentó de nuevo, esta vez sentada a la mesa del comedor.  El pan sobre la mesa, junto a su cartera. Buscó las palabras clave. Comité, partido, ciudadanía, efecto, fecha. Contuvo un primer impulso de romper la hoja, de rasgarla cien veces hasta sacarla de la verdad, o quemarla, o ignorarla y que se perdiera entre las pilas de papeles que invadían el apartamento. No, lo mejor e volver a plegarla en dos y dejarla sobre su propio escritorio. Tendría que darle ella misma la noticia cuando llegara. 

Miró el reloj de la pared de la cocina. Aun quedaba media hora para que Milan volviera a casa. No tenía ganas de cocinar, bajaría a comprar un pollo o algo italiano para digerir la noticia. Sufría por cómo se lo tomaría Milan, tan apegado a estas cosas, tan pendiente de su tierra siempre. No tenían derecho a hacer algo así. Y a ella, que era la que tenía que decírselo. No se sentía capaz,  o no era justo que las autoridades  la pusieran en ese lugar, pero tendría que afrontar cualquier reacción de su hombre, para eso compartían la vida y el amor. 

El recuerdo y la vivencia se confunden cuando suena un teléfono. Era el tercer periodista que llama en el mes, uno de los pocos que no saben que Milan no da entrevistas desde los años ochenta. Cuánto más durará su comprensión con los colegas. De pronto le apeteció comer comida sapo, esa, aunque tenían que tener cuidado porque a los dos les estaba cayendo pesado el salmón de noche. Qué cosa rara envejecer. Es como jugar a la disminución. O a la incapacidad. O a la renuncia. Y sin embargo, qué tranquilidad, qué orgullo, qué privilegio envejecer con Milan al lado; sus admiradores ni siquiera imaginaban lo compañero que es, y sus detractores no tenían idea de la dimensión del hombre al que dedicaban su odio. Ahí sonó el ascensor, debía de ser él. Vera puso la cafetera, por si su hombre necesitaba conversar antes de comer. Pediría la comida por teléfono, la mujer del restaurante era tan amable que daba gusto llamar. No iba a dar rodeos, lo mejor era decírselo en cuanto abriera la puerta, porque si no le iba a crecer la angustia en el silencio y después le costaría conciliar el sueño.

El aroma del café ya había ganado el aire del apartamento cuando resonaron las llaves y la puerta se abrió. El hombre que entró traía un gesto adusto pero miró a Vera con una sonrisa en los ojos. Se acercó en silencio y la besó en los labios, mientras ella no encontraba las palabras.

  • On a Radio France de notre coté -dijo el hombre de rasgos de escultura mientras se sacaba el abrigo, que traía las primeras gotas de la lluvia.
  • Ils ont retiré ta nationalité.

Lo dijo sin pensar, con las palabras imprescindibles. Llano. Trémolo. Su hombre la miró.

  • Qui, ça? Les russes?

La carcajada llenó el apartamento, el viaje en coche desde Praga, la nueva tranquilidad de Vera y los años por venir. 

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Kiribati (y 4)

última entrega

El futuro es el final del presente, y parte de él. Si algo sucederá con certeza, ya está sucediendo. ¿Para qué postergar la acción que debemos realizar? El dichoso Beretitenti no daba señales de definición, al menos en lo que se refería al lugar de Anote en el nuevo gobierno itinerante, y Nancy le daba largas a una oferta de un instituto oficial de Biología de Tahití, que en realidad deseaba aceptar; se ajustaba a la necesidad de ellos como si la hubieran pedido. Vivían las horas arrastrándolas, como si se apresuraban a dar un paso dejaran pasar una oportunidad única que estaba a punto de aparecérsele a su quietud.

Una mañana de domingo, un desayuno. Había amanecido cubierto el cielo y se habían demorado en la cama, por ruego de los cuerpos. Anote se levantó a preparar jugo de algunas fruta que habían quedado olvidadas de las últimas que había traído, y unas rodajas de pan tostado con dulce de naranja amarga. Todo presentado sobre una bandeja s, se lo había llevado a Nancy a la cama, junto con la amorosa amenaza de que no tirara migas del pan sobre las sábanas. Pero en lugar de asentir y prometer, Nancy preguntó:

  • ¿Por qué no nos vamos ahora?

Anote se detuvo y la miró, hasta que la bandeja le pesó demasiado; la apoyó sobre la orilla de la cama. Luego se sentó, dispuso en silencio el desayuno, le untó una tostada con dulce de naranja y se la entregó a Nancy, que ya había probado el jugo.

  • ¿Está bien? ¿Le agrego agua?
  • No, no –respondió Nancy-, está exactamente como me gusta.
  • ¿Y qué te dice que es el momento de irnos?

Nancy dudó entre renunciar a morder la tostada que estaba dentro de su boca y tragar antes de responder. Por decoro más que otra cosa, se tomó su tiempo para disfrutar del dulce de la mañana y del propio tiempo que se tomaba, ante la expectativa de su marido. 

  • No estoy segura –dijo después-, hasta ayer me costaba esperar y me esforzaba por encuadrar todos los tiempos. Hoy me parece que ya no tiene sentido la espera. Me preguntó qué es lo que esperamos.
  • Mi designación –respondió Anote, como enunciando una verdad familiar.
  • Tu designación demora demasiado, eso es señal casi segura de que no va a llegar. Si Tong te dijo que sí y después resultó que no una vez, y otra vez, y una tercera, la palabra de ese señor se devaluó bastante. Al menos ante nosotros. No sé, eso de la designación suma a lo que siento, pero no es el nudo; es sencillamente que mi sensación de ahora es que esperar es absurdo.
  • Pero esta vez me dijo que sí, que ya salía.
  • ¿Y las anteriores? Lo mismo.

Anote no tuvo argumentos ante la verdad cruda de Nancy. En su intimidad, sabía que así funcionaba la cosa, si las designaciones no se firmaban enseguida, no salían. Las firmas nunca se retrasaban para bien. Pero en lo más superficial se negaba a admitirlo, que sería como asumir una derrota. A veces sospechaba que al Beretitenti le había sentado mal el comentario que había hecho en la reunión, habría visto demasiada confianza, habría entendido un tono desafiante; quién sabe lo que pasaría por la cabeza de ese hombre, que los había recibido en medio de todos los asuntos por resolver que tendría, ninguno de ellos menor. La posición del poder tiende a ensoberbecer al mediocre.

En cuanto Nancy había planteado el tema supo que los plazos se acercaban, pero cambió de tema con modesta habilidad, y cambió el foco de atención por el método exacto de preparar el jugo, una receta familiar, según mintió. Disfrutaron del desayuno y luego se levantaron.

Nancy conocía a su marido bien, y sabía cómo funcionaba. Sabía que de ninguna manera era sordo a las ideas de ella, mucho menos a los planteamientos como el que había hecho. Dejó que la idea germinara, analizada por Anote a ratos, y esperó. Tres días de paciencia necesitó.

Al cuarto, Anote dijo al pasar, entre una y otra pequeñez cotidiana:

  • Tenemos que buscar una casa grande, no sea que no tengamos espacio para todas las cosas.
  • De acuerdo. Yo me ocupo.

Naturalmente, Nancy ya se había estado ocupando durante esos tres días de paciencia. Había rastreado el mercado inmobiliario en Papeete y el resto de la isla de Tahiti, había reservado vuelo para un mes después, y había redactado el correo electrónico para comunicar al Instituto de Investigación que aceptaba el puesto. Como al pasar, luego del diálogo con Anote, entre una y otra pequeñez cotidiana, envió el correo.

La espera estéril había desgastado la fe de Anote. La fe necesita algo que esperar, pero también alguna llegada. Pero no llegaba nada. La patria era una madre sorda que exigía ceguera. La patria o el gobierno o el presidente, que algunas veces era confuso el límite que se proponía.

Como fuera, se había entregado sin cálculos al proyecto, había dejado de lado su vocación de maestro, el contacto con la materia maleable que era la inteligencia infantil, el asombro en las miradas altas ante cada descubrimiento, el contacto con la versión primera de sí mismo; había abandonado su razón de hacer para apoyar un proyecto en el que creía, y cuando le tocaba ser apoyado había encontrado indiferencia. Había dado y se había quedado esperando el momento de recibir. Demasiado tiempo, la espera se había agotado en expectativas frustradas. 

Creyó que la patria era un regazo donde descansar a salvo y se despertó ignorado y a la intemperie. Si le daba la espalda él también se la daría. Dolorosa y resueltamente. Si por ningún camino era posible continuar unidos, buscaría la distancia. Ya sabría bien cómo crecer, como perpetuar su personalidad, como potenciar su capacidad y dar los mejores frutos de que era capaz.

Y que su isla se inunde sola.

El tiempo de la filosofía había pasado. Se terminaron las elucubraciones en vacío sobre la patria, la tierra y las raíces. Era el momento de ordenar las cajas y tenerlas preparadas para cuando llegaran los de la empresa de mudanzas a llevarse lo que no había logrado que Nancy dejara en Tarawa. Tenía mucho apego a los objetos, todavía. Todas sus cosas personales cupieron en siete cajas grandes, bien aprovechadas. Era verdad que dejaba muchas cosas, ropa que no usaba desde hacía dos años, libros que no tenía intención de leer, calzado incómodo, que se compraría en Papeete. Y papeles, muchos papeles. Y una lata de galletas, vieja hasta el inicio de la oxidación, que había llenado hasta la mitad con tierra de la isla que lo había adoptado, y que le había dado sentido y mujer. Lo había hecho a escondidas de Nancy, de la que siempre había dicho no entender su angustia porque el mar cubriera su tierra, no era cuestión que de mostrarse contradictorio delante de ella. La lata estaba bien guardada en la caja número tres A, de Anote, junto con libros, cuadernos y otros elementos de trabajo.

Por su parte, Nancy llenaba a toda velocidad la caja número diecisiete N; aunque se había ocupado ella sola de las cosas comunes, sábanas, manteles, vajilla, toallas y todas esas innumerables inutilidades imprescindibles, era notoria la diferencia de volumen entre lo que uno y otro llevaba a su nueva casa, su nueva ciudad. 

Guardaba unas camisas color salmón cuando llegaron los de la mudanza. Anote se ocupó de abrir la puerta y de indicarles el orden como debían ir llevando las cajas, primero las A, y ella intensificó la velocidad de su trabajo. Pero con eso apenas si ganaría unos pocos minutos. Nancy renunció a la clasificación para las cosas que le quedaban y fue llenando sin criterio las cajas que su marido le armaba. 

Mucho vértigo después, dos hombres enormes cerraban el camión empujando las puertas hasta que consiguieron cerrarlas. Las ruedas traseras daban una idea de la magnitud de la mudanza. El símbolo solo Anote lo vio. 

Siguieron al camión hasta el aeropuerto, y en el pequeño hangar de carga presenciaron la colocación en el container, con alguna indicación de Nancy amenizando el desarrollo, siempre acertada. Las cosas que habían quedado en la casa las dejarían en la oficina de Nancy por unas semanas, las buscarían en otros viajes.

Él le pasó el brazo por la cintura cuando se giraron y dejaron atrás el contenedor con las cosas de su vida. Unos pasos después, ella respondió con una caricia de su mano sobre la espalda de él. No podían dejar de vivir con melancolía la renuncia que es umbral de una vida nueva. 

Muchos años más tarde, a punto de entrar en el territorio libre y ocioso de la jubilación, Anote dirá a su hija la frase que resumirá todos los años de exilio involuntario; dirá La patria es un aroma feliz e inasible, como el de la canela, y Louann dejará de rebuscar aguacate en la ensalada y lo mirará. Tantos años de lejanía los resumirá en esas ocho palabras, sentados en un café frente al Carl Schutz Park, cerca del hospital donde ejercerá. Como si cambiar de lugar de vida fuera una tendencia que se transmitiera por herencia, Louann decidirá por la neurobiología, una carrera que tenía que estudiar fuera de la isla donde habría nacido, y así llegará como estudiante a París; más adelante los caminos se moverán hasta dejarla en ese hospital al que deberá regresar enseguida, tendrá trabajo atrasado, que bien que podamos almorzar juntos, te veré más tarde en casa, con mamá. Y esa noche, en la cena de despedida por algunos meses antes de volver a su casa vivida en Papeete, le legará en mano una de sus posesiones importantes de su recorrido por la vida, una vieja lata de galletas con tierra seca, hermana de otra que dormirá debajo de un océano de tantos kilómetros cuadrados.

Pero para llegar a ese momento les quedan muchas decepciones que superar.

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Kiribati (3)

nouvelle por entregas

Estuvo a punto de derramarse en café sobre el vestido, las manos le temblaban sin que pudiera controlarlas ni explicarlo. No era la primera vez que veía al presidente, al Beretitenti, y sin embargo no podía recuperar la tranquilidad. Estaba cerca de arrepentirse de haberle insinuado a su marido su deseo de estar cuando se reuniera con el presidente; Anote había accedido después de poco dudar, y habían intercambiado ideas sobre qué decir en caso de que le consultara sobre el asunto que les preocupaba. Pero la realidad era que el convocado había sido Anote Tekanene, el subsecretario de educación, su marido, y ella querría estar en casa, leyendo o perdiendo el tiempo en facebook o mirando el mar venir. En cualquier lugar menos en esa sala de espera con ese café frío que ocupaba la mitad del pocillo, y con el presidente que abría la puerta de su despacho y se excusaba con efusividad:

  • Discúlpenme, por favor, tenía una llamada que no podía postergar; lamento haberlos hecho esperar. Pasen, por favor.

 Saludó con agrado a Anote, con un medio abrazo, y besó ceremoniosamente la mano de Nancy, por supuesto que la recordaba. Los invitó a sentarse en un sofá de color azul, frente a una pequeña mesa de cristal, mientras él ocupaba el sillón situado a la izquierda. El tono amable del Beretitenti hizo que Nancy recobrara la calma.

  • Me explicó Mware que están preocupados –comenzó el presidente Tong-, que tienen inquietudes con el tema del traslado.
  • Sí, señor presidente –dijo Anote-, nos preocupa nuestro futuro, el del país y el de nuestra familia.
  • Me gustaría que me llamaras por mi nombre, así yo puedo llamarte de la misma manera. 
  • Me va a resultar extraño.
  • A mí también, Anote, pero lo de señor presidente… ya lo hemos hablado.
  • De acuerdo, si es tu deseo. Nos preocupa el futuro de nuestra gente, Anote. Y Nancy está especialmente angustiada; viene de un encuentro en Francia y está muy preocupada. Estamos preocupados, en realidad, los dos.
  • Entiendo.
  • Lo que nos gustaría saber –intervino Nancy- es qué planes tienen en marcha. Es probable que tengamos que ponerlos en práctica en menos de cinco años, según las peores previsiones.
  • Es importante que entiendas –agregó su marido- que la gente habla del tema, y la inquietud que tiene Nancy, que tenemos nosotros, puede ser general, Anote, y eso es porque no hay más que rumores en cuanto a lo que el gobierno piensa hacer.
  • Es cierto –dijo el presidente-, tienen razón. Somos conscientes de eso, y tenemos prevista la comunicación para el verano. Sucede que todavía no existe un plan definido para solucionar esto, tenemos varias posibilidades.
  • ¿Cuáles son? –urgió Nancy.

El presidente de Kiribati se acomodó en el sillón, algo incómodo; se pasó la mano por la barbilla, tomó unos sorbos de agua para ganar tiempo y decidir hasta qué nivel de información debía dar. Antes de hablar, carraspeó.

  • Bueno, ya llevamos varias descartadas, y las que consideramos son dos: una es adquirir tierras en algún país extranjero, la otra, elevar una plataforma por cada gurpo de islas y trasladar a la mayoría de la población, pero de todas maneras una parte de nuestra gente tendría que recolocarse en otro país. 
  • Es terrible –dijo Nancy.
  • Lo sé, pero la situación es inédita, ningún presidente tuvo que enfrentarse nunca a algo así. 
  • Parece fuera de alcance construir un complejo así, mucho más si son tres.
  • Sí, estamos por recibir un informe detallado de ingeniería, lo esperamos para la próxima semana. Me gustaría que formaras parte del equipo de valoración, Anote.
  • Gracias, Anote, con mucho gusto. Mi esposa también podría aportar sus conocimientos, para una ciudad flotante sobre el agua van a ser necesarios.
  • Por supuesto –dijo el presidente-, cuento con los dos. Además me alegra que mencionaras lo de ciudad flotante, porque aunque las plataformas se van a sostener sobre pilotes, por supuesto, les pedí a los ingenieros que previendo el desgaste que las olas producen, o que el mar siguiera subiendo, diseñaran las ciudades de manera que fueran capaces de flotar y de navegar.

Nancy y Anote se miraron, extrañados, mientras el presidente volvía a beber. Se esforzaron en no perder el hilo del discurso.

  • Eso nos aseguraría –siguió el Beretitenti Tong y adoptó un tono cercano al de estadista- una solución a largo plazo, más allá de la fatiga de los materiales. Y de mi gestión.
  • Qué visión –dijo Anote.
  • Pero en realidad es la opción que menos posibilidades tiene, y por favor que no salga de esta sala. Es una opción arriesgada, si sale algo mal nos quedamos sin país. Lo que a mi equipo le parece más viable es la adquisición de terrenos. Es apostar más a lo seguro.
  • Claro.
  • Y hay antecedentes, en 1899 España cedió a Alemania la soberanía de las Islas Marianas, pagaron veinticinco millones de pesetas. No tengo idea de cuánto sería en dólares. Pero quiero decir que no sería la primera vez. Estamos en negociaciones con un grupo de iglesias de Fiji, bastante avanzadas, para comprar un área de veinte kilómetros cuadrados en la isla de Viti Levu, que es la más extensa; y además consideramos otras opciones en Madagascar, en China, y en la costa de la Patagonia, aunque esta supondría un cambio muy radical, por el clima.
  • No lo veo viable, Anote, el clima de la Patagonia es casi contrario al nuestro.
  • Pero, ¿cuál es el gran problema de esta opción? Les pregunto, ¿cuál creen que es el problema?
  • No sé –respondió Nancy-, ¿el traslado?
  • No, ese es un problema importante, pero no es el mayor. El mayor problema es la soberanía, compatriotas. Y ese problema se nos está presentando como insoluble. Porque sin soberanía sobre ninguna porción de tierra, ¿seguiríamos siendo un país?

Nancy y Anote volvieron a mirarse, el presidente les pedía una respuesta y ellos no sabían qué decir.

  • ¿No? –dijo ella.
  • ¿Sí? –dijo él, casi al mismo tiempo.
  • No lo sé –respondió el mandatario-, yo pienso que sí, porque la soberanía radica en el pueblo, pero tendríamos que armar el discurso, todavía. La cuestión es que Fiji nos puede vender tierras, seríamos propietarios, pero sin soberanía. Podríamos armar una mega embajada, se me acaba de ocurrir, que todos los habitantes de Kiribati fueran representantes ante un gobierno, Fiji, por ejemplo. O mejor aún, repartir la población entre las embajadas. Ampliándolas, por supuesto.

El presidente Tong se había puesto de pie y miraba por la ventana el cielo amplio, dejando volar la imaginación. Enseguida la cabeza hizo un movimiento de negación, y regresó dónde sus interlocutores lo miraban. Se apoyó en el respaldo del sofá. 

  • Miren, el nuestro es un país pequeño, para vivir dependemos del turismo y el coco, porque el pescado sigue yendo a menos. Cuando el agua nos cubra se van a reducir de pronto todos esos ingresos hasta desaparecer. Pero hoy por hoy casi podemos garantizar un lugar para que nuestra población se establezca, no como refugiados, que no es nuestra vocación, sino como ciudadanos de pleno derecho. Hay que llegar a acuerdos con gobiernos, generar empleos, construir complejos. Como ven, la negociación no es sencilla.
  • Entendemos eso, señor presidente –dijo Nancy.
  • Tenemos conversaciones también con Cuba, un pueblo abierto, dispuesto a acoger a otro pueblo exiliado. Tenemos excelentes relaciones con el gobierno, estamos hablando con personas importantes, con Lobaina, con Quintanilla, y parece ser que tenemos el apoyo del presidente Castro para implementar una base para nuestra gente en el sur de la isla. No estaría mal que nos llegáramos a entender; aunque es el Atlántico, Cuba puede ser un buen lugar para nosotros.
  • ¿Saben una cosa? Muchas veces, sobrevolando áreas del Pacífico veo a través de la ventanilla del avión grandes masas de tierra que ellos llaman islas abandonadas, y pienso que a nosotros nos encantaría tenerlas, nos serían de vital importancia. Pero a la hora de hablar de soberanía, las islas abandonadas se transforman en territorio estratégico del país. Nosotros tendremos que conformarnos con cargar tierra de nuestras islas allí donde nos instalemos.
  • Pero Anote –dijo Anote, resumiendo-, entonces la decisión está tomada. Por la forma de explicar el proyecto, se puede deducir que está en marcha.

El presidente Anote Tang miró fijamente a su tocayo durante unos segundos y luego bajó la mirada. Se acercó hasta su escritorio y acomodó unas carpetas que había en una esquina. Unos segundos después un asistente entró detrás de tres golpes a la puerta, y le entregó al Beretitenti unos papeles.

  • Vean, este es un asunto muy grande y todavía no hay nada que comunicar; lo único que les puedo decir es que cuento con ambos para valorar todas las posibilidades cuando llegue el momento. Y por supuesto para colaborar con los primeros traslados, tenemos que llevar a más de cien mil personas a su nueva vida.
  • Cuente con nosotros, Anote.
  • Superamos a los ensayos atómicos de los ingleses, a los japoneses y los estadounidenses y su batalla de tres días, el tsunami; vamos a enfrentar y superar esto también.

El gesto del Beretitenti fue claro, la reunión había terminado con todos sus ingredientes: negación, consideración, esperanza y promesa nebulosa. Se saludaron – ahora tenía un abrazo para cada uno- y los acompaño hasta la puerta de la sala. Pronto volverían a verse y conversar.

Nancy y Anote salieron del edificio de la presidencia sin hablar; uno de ellos buscó la mano del otro y el otro la entregó. El mediodía no era caluroso en exceso, decidieron regresar a Betio caminando.

Los últimos días habían estado a punto de discutir por casi todo. La incertidumbre tensa cualquier cuerda hasta romperla. Pero cuando el Beretitenti habló a la nación para anunciar el plan de evacuación y el comienzo del traslado de ciento tres mil habitantes de Kiribati al nuevo emplazamiento del país, todas las cosas fueron ocupando su lugar. 

Tarawa sería de los últimos atolones afectados, y eso les daba tiempo para organizar sus asuntos. Podían decidir con cierta amplitud qué camino seguir; con la etiqueta de refugiados climáticos no le cerrarían el acceso países responsables del calentamiento, que coincidían con las economías más desarrolladas. Habían pensado en Berlín, en Miami, en Hong Kong, pero les asustaba no ser capaces de adaptarse a ciudades tan frenéticas y tan veloces. Nancy estaba siempre tentada por París, e inició por su cuenta la investigación para instalarse en Francia. El frío y el gris del invierno no la amedrentaban; la ciudad conocida había superado a la fantaseada. Anote no lo veía con claridad lo de irse a Europa, había vivido toda su vida con la piel al aire, y la idea de tener que usar un abrigo hasta los pies le producía claustrofobia.

Una posibilidad mencionada por decir algo había ido ganando terreno, que no terminaba de disgustar a ninguno de los dos. Papeete era un lugar tranquilo y desarrollado, que tenía relación estrecha con París sin su bullicio, y suficiente proyección para los dos. Al principio había sonado absurdo, pero luego había ido ganando entidad hasta transformarse en una posibilidad real para sus vidas.

Las cosas fueron encajando paulatinamente, como la decisión se fue tomando a sí misma, casi sin intervención de los interesados.

Nancy tenía más posibilidades de seguir desarrollando su carrera, su trabajo había comenzado a ser conocido en algunos sectores especializados, y había comenzado a hacer contactos en varias instituciones internacionales. El caso de Anote era algo diferente, había relegado su carrera por la función pública de un país que no estaba seguro de que existiera en el futuro, podría retomar la carrera, actualizar su formación, pero necesitaría de un período de adaptación, más allá del que supondría el cambio de radicación. 

El presidente Tong aun no había hablado con él, no estaba del todo seguro de que lo tuviera en cuenta en sus planes, aunque secretamente, a espaldas incluso de Nancy, lo deseaba. De acuerdo a la solución definitiva que se encontrara para el traslado de su país, sería necesario implementar la continuidad institucional del gobierno, y esta era la esperanza oculta de Anote: participar del gobierno itinerante de Kiribati. Papeete era una buena posibilidad, que le permitiría continuar de alguna manera colaborando con ese gobierno, aun sin ser parte nuclear. Ahora que el éxodo había sido declarado y tenía plazos, hablaría con el Beretitenti para definir su participación. Era materia disponible.

Anote se despertó en medio de la noche, con la luz de la luna llegando a su cama a través del ventanal. Anote miró a Nancy dormir, respirar leve, ser en reposo. Supo que cualquier lugar que pisara ella podría ser su patria.

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Kiribati (2)

nouvelle por entregas

El vuelo había sido largo, y más largo se le había hecho. Cuando supo que demoraba la salida del avión desde Hong Kong llevaba trece horas de viaje; creyó que no volvería a ver nada que le fuera propio. No podía leer sin pensar en la situación que se venía, ni salir a la ciudad a dar un paseo, porque las demoras que se iban sucediendo eran cortas, de hora en hora, no era cuestión de arriesgarse a quedarse en China, quien sabe cuándo podría conseguir otro vuelo. Recorrió los bares del aeropuerto, uno por cada demora, y se metió un café en cada uno, de modo que al subir por fin al avión sus posibilidades de pasar el vuelo durmiendo eran verdaderamente reducidas.

Pensaba en Anote cuando aterrizó en Huahine. Tendría que esperar un par de horas más hasta que el avión llegara desde Bonriki, para regresar en él una hora más tarde. Tres horas más. Sólo quería llegar a casa, sumergirse en la bañera con agua hasta rebalsar, luego hacer el amor lentamente con Anote y dormir durante tres días, abrazada a su piel fuerte y suave, la cuidado de sus brazos fuertes y de su mirada pacífica. Descansar. El cansancio se había instalado en algún sitio medular de su persona, y casi formaba parte de ella. Ese era su deseo prevalente, estar en brazos de su marido y descansar.

Y oír su voz. Preguntó en información por un teléfono, y llamó a casa. Al otro lado, atendió la voz que deseaba escuchar.

A pesar del cansancio se contuvo, no quería preocupar a Anote ni dejarse ir sin disponer de un abrazo que la contuviera. Se excusó en la falta de crédito y en que se verían pronto, preguntó por las cosas de cada día en Tarawa, no había casi ninguna novedad. Ella sí, claro, París era una ciudad hermosa pero para caminarla con él, lo había echado de menos, el congreso sí, había sido muy interesante, y había hecho contactos para colaborar en el futuro, había que ver qué podía salir de eso. Y nada más. Te quiero y cortar. El avión de Coral Sun había llegado pero todavía le quedaba una hora larga de espera hasta el embarque. Por lo menos iban a volar con buen tiempo.

Al salir al hall de Bonriki, Anote la distinguió desde la barra del bar, Nancy lo buscó con la mirada, sin dejar de avanzar, y lo encontró debajo de su brazo que la llamaba. Apuró el paso, tirando de las maletas, y él tuvo a su vez que avanzar hacia ella. Se encontraron en un abrazo desparejo, más apretado el de ella, como si llegara de más lejos de lo que Anote la esperaba.

  • Tenía muchas granas de verte –dijo Nancy al cabo de unos segundos.
  • Yo también, amor –respondió el hombre manejaba su sorpresa-; ¿te encuentras bien, Nancy?

Ella respondió apretando aún más el abrazo. Cuando se separaron, Anote pudo ver los ojos de su mujer humedecidos. Lo miraban en silencio, desde la cara hasta los pies y el camino de vuelta, retomando con la mirada posesión de lo que consideraban su patria, el lugar a dónde regresar.

  • Estuve muy lejos –dijo ella.
  • Vamos a casa.

En el coche estuvieron en silencio, pero el trayecto fue breve, aunque el deseo demorado comenzara a gobernar las miradas y las pocas palabras, que alcanzaron apenas para dos tímidas noticias de Tarawa y una alabanza de París. Siempre era breve el trayecto en su isla de islotes. 

Hicieron el amor desde dejar las maletas en el coche. Desde el primer beso de bienvenida recuperaron con fruición la piel y el tiempo, las fantasías que habían germinado en la ausencia, el hablar de los sexos.

Anote había preparado una fiesta doméstica de bienvenida para Nancy: agua de coco, vino Borgoña, una especie de cordero provenzal que había inventado de un error y que a ella le gustaba demasiado, uvas y nueces. Se había dejado vencer por el sueño que trae el amor, a sabiendas de que sería más breve que el de viaje que ella llevaba encima, y se había despertado con el último sol de la tarde cayendo al otro lado de la línea curva del horizonte de Nancy.

Antes de levantarse supuso que el cansancio podría destemplarla, y la cubrió hasta los hombros con la sábana verdemar, que enseguida se adaptó a la forma de su reposo.

Se detuvo un instante más a observar el contraluz del sol ponerse detrás de su mujer. Tenía la virtud de renovarse, esa mujer, de descubrir cada tanto una faceta desconocida, que le provocaba una mirada nueva del cuerpo conocido. Nunca volvía a ser igual, nunca acostumbraba. Sabía, mientras miraba el contorno de Nancy dormida bajo la sábana, que podría repetir mil veces ese atardecer sin que nunca fuera el mismo.

Mientras la observaba pensó que en alguna medida esa mujer era él. Esa mujer que había aparecido unos años atrás con su trenza negra cayéndole por delante del hombro, nerviosa hasta la médula por ir a dar su primera charla sobre ciencia en la escuela donde había estudiado de niña. Ésa, que él había recibido con el asombro de la revelación, y no había invitado a salir hasta seis meses después, una eternidad en la primera juventud de cualquier habitante de esa isla de coral, a la que había llegado a ejercer su vocación de profesor, y que terminó interesándolo en la política. Esa mujer que lo había despertado y que ahora dormía en su cama se había transformado en pocos años en una parte importante de sí mismo; y él en ella.

Anote esperó paciente a que el cielo comenzara a oscurecer antes de levantarse con sigilo a preparar lo que quedaba de bienvenida.

A las tres menos cuarto se despertó con hambre. Palpó el otro lado de la cama y no encontró a nadie.

Adormilada y con el estómago crujiendo, se levantó a tientas y encontró a su marido sentado en el sofá del comedor, dormido con una revista abierta sobre el pecho. Le movió el hombro con suave energía.

  • Tengo hambre –dijo, con voz de niña dormida.

Anote se despertó con un sobresalto diluido por la expresión de sueño y los ojos cerrados que lo miraban. Sonrió. 

  • Tengo comida. ¿Vamos a la orilla?

Nancy se alegró de la idea y asintió, aun sin abrir los ojos.

Ella se puso algo sencillo mientras él preparaba un par de piezas de cordero, las nueces y las uvas, y la botella del agua de coco. El vino quedaría para mejor ocasión.

Anduvieron de la mano los primeros metros, luego abrazados; Nancy insistía en apretarse contra el cuerpo fuerte de Anote. A pocos metros de la orilla norte se sentaron, frente a miles de kilómetros de mar. En un rato comenzaría a clarear sobre la derecha.

Estuvieron durante un rato, los ojos en el horizonte y escuchándose respirar. No decían nada, pero las sensaciones que habían comenzado como la paz de volver a estar juntos, se fue contaminando de otra polución, una idea que flotaba sobre sus cabezas. Anote, por provocar la conversación, preguntó:

  • Difícil todo aquello, ¿verdad?

La respuesta de Nancy siguió de silencio unos segundos más, hasta que escapó de su boca, donde la tenía sujeta. 

  • Esto se hunde –dijo.

Entonces Anote suspiró profundo, volviendo a recibir a un viejo amigo desagradable que cada tanto los visitaba. El tema estaba presente en la isla desde hacía un par de décadas, poco tiempo después de la independencia comenzaron a aparecer noticias sobre el calentamiento del planeta, el hielo de los polos y la subida del nivel del mar. Siempre había sido preocupación y pocas veces ocupación, las soluciones necesarias de cada día no dan lugar a las del plazo largo. 

  • Podríamos comprar algo en Estados Unidos, en Florida, así podrías seguir con tu trabajo, seguro que alguna universidad te ofrece una beca en cuanto insinúes que te interesa. 
  • Ya no son únicamente los polos, ahora es Groenlandia que no resiste. Si sube un grado y medio la temperatura del planeta, desaparece más de la mitad del hielo. Y subirá.

Le miró la tristeza y le salpicó. Su postura siempre había sido más pragmática que la de ella, hacer lo que se puede hacer, lo demás no sirve. Si el abuso de los gobiernos del planeta terminaba por perjudicarlo, lo único que quedaba por hacer era buscar una solución para su familia y para su gente, nada que agregar. Lo demás era tiempo perdido. Pero Nancy se tomaba las cosas con menos filosofía, tenía cierta tendencia al drama dentro del drama. Él siempre le decía que tenía que ser escritora y ella se reía y se aliviaba. Eso le quitaba margen de acción para liberarla de sufrimiento, que era su intención. La realidad era que el océano se elevaba, y en un plazo que estaba aún por determinar, todas las islas que componían su país quedarían bajo el agua. No había nada que pudieran hacer ellos, ni sus compatriotas, ni el gobierno. Era la acción de toda la humanidad la que los condenaba a perder su origen. La metáfora de las raíces pronto no tendría donde arraigar.

Le pasó la mano por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Nancy se entregó enseguida al consuelo: apoyó la cabeza sobre el hombro de Anote y lloró en silencio, sin preocuparse por disimular.

  • Algo tenemos que hacer –dijo Anote-, no vamos a sentarnos a mirar cómo nos gana el mar.
  • ¿Y qué podemos hacer? -preguntó Nancy.

Anote le contó superficialmente las opciones que consideraba el gobierno de Kiribati: comprar tierras fiscales a Fiji, establecer una especie de embajada para clasificar el espacio como territorio nacional, construir una plataforma artificial sobre la base de algunas de las islas, comprar varias plataformas petroleras en desuso. Todas posibilidades que, hasta lo que él sabía, no se habían descartado, algunas descabelladas, pero la situación que las hacía necesarias también lo era. Se las explicó sin profundizar, para no romper el estado de encuentro que disfrutaban, aunque el tema que dominaba no fuera agradable.

  • ¿Y el Presidente qué dice?
  • Pasó un momento duro, estuvo descolocado y no sabía qué hacer, pero ahora está más centrado y asesorándose. Cada idea tiene sus cosas, creo que decidirá por los inconvenientes más que por las ventajas. Y es probable que haga una consulta relativamente pronto.
  • No son soluciones –se quejó Nancy luego de unos segundos de reflexión-, no es lo mismo que vivir en nuestra isla, nuestra playa.

Ese era el punto de fricción. Desde luego que no era lo mismo la cabaña que compraron juntos que una colmena de metal en una plataforma abandonada, ni desarrollar un plan de educación en su isla ecuatorial que trabajar con los chicos en un país que nunca dejaría de verlos como extranjeros. Claro que no era una opción deseable pero era la posible. ¿Para qué regodearse en la desgracia? Ni siquiera se la podía atribuir al destino, era fruto de la inconsciencia, así de sencillo, y de la ignorancia, así de terrible. 

  • Hablemos mañana de esto, si te parece –pidió Anote-, ahora disfrutemos de tu llegada, de que has visto mundo y has vuelto a casa. Ya clarea por la esquina.

El sol estaba a punto de asomar y Anote pensó en esos humanos que fueron capaces de renunciar a lo evidente –y a lo dictado-, inmovilizaron al sol y asumieron el vértigo de viajar por el espacio en una piedra enorme que giraba a su alrededor.

Luego la besó con fuerza y la miró. Estaba seguro de que algo estaba por amanecer también en sus ojos. De la mano se levantaron.

  • Si nos metemos ahora –dijo Anote- estamos en casa antes de que llegue el sol al horizonte.

Nancy sonrió y aceptó su propuesta. Caminaron juntos hasta la orilla, donde dejaron la ropa, y se metieron en el mar. Pocos segundos después, los dos se reían de la travesura de salpicarse y de estar juntos.

(continuará)

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Kiribati (1)

Kiribati

nouvelle por entregas semanales

Blasco Martinez

Rebuscó en el bolsillo mientras salía de la sala, sabía que le habían quedado unas monedas del cambio del taxi que la había traído desde el hotel. La ciudad conservaba la buena costumbre de las cosas antiguas que funcionan, y había visto alguna de las cabinas de cristal hexagonales que guardaban antiguos teléfonos grises. Al salir a la calle, la vio a unos cuarenta metros del portal de la Asociación, solo una de las tres estaba ocupada por una monja. 

Enseguida se dio cuenta de que había salido sin el abrigo, de tal magnitud había sido la necesidad de hablar con Anote. Corrió con toda la gracia que los zapatos altos le permitieron, sin decidir si la excusa era conseguir una cabina libre sin esperar o el frío que estaba por llegar a la piel. El mes de noviembre en París llega despojado de piedad.

Al abrir la puerta de la cabina, la monja le echó una mirada de recelo desde el otro lado y se giró aferrada a su tubo, hasta darle la espalda. Nancy Tong no se preocupó, sólo pensaba en que el temblor de su mano no desperdigara las monedas que intentaba colocar en la ranura del teléfono de metal helado. Cómo había gente capaz de vivir en ese frío. Después del doble cero apretó el seis por primera vez, luego el ocho, luego nuevamente el seis, y luego el mismo número que marcaba para avisar que volvería tarde, para preguntar si faltaba agua, o pescado, o sólo para escuchar su voz tranquilizadora cuando el trabajo la llevaba a otra isla.

Cuando habían pasado seis tonos se dio cuenta de que había dado casi media vuelta al planeta, y que en casa serían las cuatro pero de la mañana, o las cinco. Anote estaría durmiendo si no había llevado el teléfono a la habitación para que se cargara, casi siempre se olvida de hacerlo, y desde la otro extremo de la casa era difícil que lo escuchara. Contó hasta la décima y colgó, había estado imprudente en llamar así a casa, sin tener en cuenta la hora, por el solo impulso de escuchar a su marido al otro lado del mundo, en su amada isla patria donde había nacido y donde se había convertido en una mujer respetada. Desde que había aterrizado en el otoño duro de París la valoraba más, y la revelación del Congreso había provocado una exacerbación de los sentimientos, que llevaba doce minutos desde que había entendido la idea de subida de los océanos hasta que volvía a marcar el largo número de casa, no sea que Anote se hubiera despertado sin llegar al teléfono y se quedara preocupado.

Al otro lado atendieron el teléfono, y en el preciso momento de oír la voz del hombre de sus días, Nancy pensó que si se diera a conocer, Anote se daría cuenta enseguida de que algo estaba mal, él tenía una sensibilidad diferente de la de los europeos, e insistiría con suavidad convincente hasta que ella le revelase el motivo de su preocupación. Lo conocía tan bien. Y él a ella; sabía que era débil a la suave insistencia. Se limitó a escuchar, las primeras palabras para conseguir la tranquilidad de que estaba todo en orden, con excepción de esa llamada en medio de la noche, las segundas para quererlo todavía más, las últimas para dejar que aparecieran unas pocas lágrimas.

Anote había cortado la comunicación con una queja varonil y módica, y Nancy sabía que habría encontrado alguna razón para relativizar la contrariedad, y que no se habría dejado ganar por el enojo. Escuchó el silencio apenas unos segundos, porque en cuanto la atención se apartó de su isla lejana, de su casa y de su hombre, regresó a la piel colonizada por el frío parisino, que temblaba en una superficie de poros erizados.

La monja ya no estaba en la cabina de al lado. Abrió la puerta con el codo y regresó al paso rápido y el equilibrio arduo hasta el portal de la rue du Mail. A salvo del frío se detuvo ante la puerta de metal en la que terminaba el primer pasillo. Había recuperado la paciencia para esperar el ascensor.

Nancy Tong se había reincorporado a la sesión del Congreso en el momento que comenzaba una exposición de la representante de Brasil sobre las perspectivas del biocombustible y su influencia sobre el precio de las commodities. Llevaba dieciocho minutos sin escuchar nada de lo que decía; aunque a veces se esforzaba, no conseguía escapar de la disertación anterior.

Como científica sabía que las proyecciones son el punto débil de cualquier estudio, y siempre se había negado a dedicarles más tiempo del necesario a despreciarlas. Pero hasta hacía una media hora le habían sido ajenas. Si bien tenía conocimiento del efecto del recalentamiento progresivo de la atmósfera sobre los mares, era la primera vez que alguien le ponía plazo –alrededor de una década- y nombre a la teoría, su país. 

La frase la escuchó en diagonal, como escuchaba cualquier discurso que durara más de tres minutos, y enseguida la retomó al escuchar el nombre de su país salpicado e insular, Kiribati. ¿Había dicho el delegado de Noruega que por el efecto invernadero y el aumento de los océanos se podía prever que desaparecieran zonas de costa, incluido un país entero como Kiribati? No era posible. Era demasiado arriesgado para un encuentro de científicos de varias disciplinas. Salvo que tuviese una base suficientemente sólida. Se inclinó hacia la derecha, y le preguntó al representante de Chile.

  • No la estaba escuchando, esa es la verdad –dijo el chileno.
  • Dijo poco más de una década –dijo desde el otro lado el representante de Canadá, con cierto desinterés-, poco más de una década y sólo quedarán las partes altas de ese país.

En ese momento sintió que el aire de la sala no era suficiente, y poco después salió a la calle, a buscar el contacto con su marido.

Ahora hablaba el brasileño, pero ella no lo escuchaba. Alzó la cabeza para buscar la del delegado noruego, pelo cano y algo escaso, lo distinguió al otro lado del salón de conferencias, sentado en la fila de detrás de ella. Esperó unos minutos a que el conferenciante hiciera una pausa más extensa y se levantó con toda la discreción de que fue capaz; fue hacia la última fila y anduvo por detrás de las butacas, pero al acercarse a la zona donde lo había visto, el representante de Noruega ya no estaba. Al terminar la ronda de exposiciones previstas para la tarde preguntó por él a una de las coordinadoras: esa misma noche iba a regresar a su país, había pedido especialmente exponer el primer día porque no podía quedarse más tiempo para el encuentro.

Unas horas más tarde, después de una ducha larga y caliente, Nancy Tong miraba las luces de la noche a través de la ventana, sentada a la orilla de la cama. Sintió un escalofrío, y pensó que era porque solo tenía puesta la toalla lila del hotel. Imaginaba el futuro. Más exacto sería decir que recordaba el futuro, repasaba sus planes de niña, los estudios cargados de idealismo de su adolescencia, los planes ahora sí compartidos con Anote, una casa más grande, divulgar en sus islas la obra de algunos escritores americanos, que le fascinaban, acercar los horizontes que de tan abundantes parecían amedrentar a su gente, hacerse más un límite que una llamada de atención de la curiosidad. Todo ese futuro ya no era posible, todas esas ilusiones.

¿Pasarían a ser falsos también los recuerdos de la niñez, de los juegos en la playa con la soga, los de los primeros temblores por los chicos, los del primer viaje a la imagen lejana de Marakei, fuente de casi todas las curiosidades de su adolescencia? Falsos no, mentiras tampoco, pero esos recuerdos ya no tendrían referencia en la realidad, dejarían de ser presente. El instituto técnico, la compañía petrolera, los turistas que se querían aventureros. La casa modesta que le habían dado sus estudios en un país desperdigado que apenas los valoraba. Todo aquello en lo que se basaba lo que era se perdería debajo del agua.

El agua. Toda su vida era de agua, o había sido impregnada por el agua. Los límites de su país eran de agua, el color de su isla azul, el sonido de las noches traía agua, el agua era camino hacia el mundo. Necesitó inspirar aire hasta llenarse los recuerdos. La noche avanzaba y calculó que no podría dormir sin ayuda. Buscó en el bolsillo de su bolso, un pastillero de metal con un gato grabado en la tapa, que le había comprado a Anote, y que había tomado en préstamo para llevar encima su carga de sueño de recambio. 

Otro escalofrío, y se metió en la cama a descansar, a que el día terminara y diera paso a uno nuevo, con un nuevo sol e ideas nuevas. El océano era el símbolo de la soledad, tenía que hacerle frente de alguna manera.

(continuará)

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café zoom. Enrique Zattara

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Urbis 2. Avenida Corrientes, Buenos Aires

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Café Zoom. Alicia Dujovne Ortiz.

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Café Zoom. Jacqueline Pons.

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Café Zoom. Andrés Tacsir, escritor y editor.

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Café Zoom N° 43: Santiago Camacho, periodista (y 2)

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Urbis, caracter urbano.

Rue Mont Cenis, Paris XVIII.

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mapas

Las ciudades de mi pasado

se van desdibujando

como mapas

trazados con niebla

tal vez por el tiempo que ejerce su oficio

Tal vez por mi tozudez

De dibujar nuevas ciudades

Hoy no sabría decir con certeza

Si Boyacá termina en Gaona

Si sube o baja Viamonte

O donde quedó el Correo central

Y tengo que buscar el nombre 

Del Pati Llimona

Y el de la calle donde nos besamos con palabras

Se van borrando

Se van volviendo transparentes

De vez en cuando

Si vuelvo a caminarlas

Vuelvo a dejar trazos de memoria

Pero son trazos hechos deprisa

De pánico al olvido

Provisionales

Que se borran con el viento de los días

O el del avion

Y en mi memoria vuelven

Los mapas a medias

Los planos nebulosos

Y a veces me quedo sin pasajes

Donde colgar los nítidos recuerdos.

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Café Zoom. Pedro Campos, atleta y escritor.

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soldado

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lengua

¿Qué idioma tendrán mis hijos

Si el mio ya no es

Precisamente el de los argentinos

Ni el de una taberna de la calle Laurel

Ni el que se habla en el Moll de la Fusta

Ni el de calle Preciados

Ni el de Avenida Cabildo?

¿Qué idioma tendrán mis hijos 

Si el mio es un castillo de palabras

Construido durante años

alimentado en aeropuertos

En melodias, en deslumbramientos

En dos mares diferentes

En cien ríos 

En tantas aguas

De sonidos desiguales?

¿Qué idioma tendrán mis hijos

Si en el mio habitan 

los cafés de la madrugada del Borne

Las noches de Corrientes

Serrat, mis padres, Atahualpa

mis maestros, la Walsh, Barcelona,

Les Luthiers, Kundera, Abelardo,

Julia y todas sus mañanas

Dalmiro, Facundo, plaza Irlanda,

TV3, Salvat, tantas novelas,

Peret, Bioy, mis amores, 

Mis amigos, sus lecturas, chacareras,

Y todos van en procesión

Codo con codo

Asaltando mi pensamiento a cada paso?

¿Qué idioma tendrán mis hijos

Si la calle ahí fuera habla extranjero,

Si menosprecia mi lengua 

Como una lengua de segunda

De chambre de bonnes

De detrás de la barra?

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poemas

Noticias de Francia II

La violencia

Duerme un sueño turbulento 

En los músculos de la banlieue 

En las neuronas de la ville 

Y a veces se despereza

Abre un ojo en un área de servicio de la autopista

En el parking de un supermercado 

En el escritorio de una élue mezquina 

En la jerarquía que lo ensucia todo

La violencia 

habita las horas del que espera

Lo que le prometieron 

Es hija del odio

Nieta del miedo

Ramas estériles 

Del árbol genealógico de la estupidez

La reina madre

De un país con traje de república

Y huesos monaaarquicos

Sangre de abolengo 

Escudo de armas

La violencia duerme

Dispuesta a que un golpe de viento

La despierte

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poemas

Noticias de Francia

El cuerpo tumefacto de la fraternidad

Ha sido hallado 

a la orilla de una cité

Anoche a las nueve y media

Delgada, disminuida

Y con marcas de tortura en la piel

Ha sido detenida la libertad

Acusada del delito 

Mientras la igualdad sigue huida

En paradero desconocido.

Las miradas de través han herido

A unos cuantos niños que cruzaban

La primavera en rojo

Pero con buenas palabras insultantes

Amenazas vestidas de seda

Promesas de aplausos

Terminaron por rendirse

Tratar de usted al ofensor

Retirarse a dormir temprano

Después de mirar el 20 horas

y digerir los palos que se vienen

Con certeza el cielo

Será precisamente

Lo contrario que diga la météo

Aunque últimamente

El gris permanente que albergaba los ciudadanos

Que entristecía las miradas

Que impermeabilizaba lo espíritus

Ha abandonado las mañanas

Cerraron una oficina publica

del suburbio Este

un remolino de tristezas bloqueó

la puerta y la sabiduría

y dos montículos de rabia

a ambos lados del mostrador

atrincherados

se niegan a salir

Se comenta por los pasillos

Que Napoleon XXI se encanta en el espejo

Mira ojo sabio y calcula

Si el tornillo soporta otra vuelta

Y promete

Trabajo

Esfuerzo

Libertad

Igualdad

Fraternidad

No sabe que murieron

Huyeron

Se entregaron 

La otra noche

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poemas

Apuntes

Cosas que quiero que aparezcan en mi próxima novela
Una mujer esperando un bus
que pasa por la otra cuadra
Una duda que no termina de resolverse
El aroma de los azahares
El sol sobre un lado de un jardín
La lluvia sobre una calle
Del barrio de Caballito
Una siesta con torcazas
El asalto inesperado de los jazmines
Por la calle Corrientes
Un conflicto que apenas se note
Y un pensamiento que nos guíe
Palabras pare leer con ojos abiertos
Un piano que resuene en un salón vacío una noche de inocencia
Silencio
Espera
Recuerdo
Una tormenta de verano
El regusto que dejan las fresas
cuando ya no queda ninguna
Un hombre que pasea un perro cojo
Un párrafo de endecasílabos
La alegria tibia del regreso
Y una historia
Digna de ser contada.

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poemas

ccclxxxvi

abrí los ojos

y el día estaba cerca

no tardé más de una duda en levantarme

mientras se enfría el café con leche

y las calles se pueblan me dispongo

a salir con las armas cotidianas

a entregarme a los brazos de la inercia

a mirar la calle desde el palco

a  prestar atención a los cretinos

a volver a volver a repetirme

a comer  de dos a dos y media

a sentir la pulsión del tiempo en fuga

a mirar el reloj de contrabando

a llenarme de cuentas regresivas

para salir a libertad y cinco

y entonces sí desandar la tarde

cambiar las calles por otras menos grises

bajar las ramblas, acercarme al puerto

y antes de que oscurezca irme a casa

la otra soledad, la otra nada

y regresar a donde estoy sentado

con el amor y con el día a cuestas

y la sospecha de estar en la huella

que no es mía porque otros la han pisado

con dos dedos de agua en las alforjas

y para colmo con rumbo equivocado

¿será mucho más largo el camino

para llegar hasta dónde te amo?

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Paris oculto II, en DEX

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poemas

Los trenes de la madrugada

El número once ilumina la noche

Y el resto del sueño que les queda

Y van ojos cerrados, pasos torpes

La fatiga y el eco de la cena

uno disfruta el único descanso

del día de trabajo que le espera

otro escucha sin gesto la radio

otro calcula el sábado en la feria

Faltan seis minutos para la hora

Y el vagón se llena de fantasmas

Cada quien con su íntima derrota

Su cansancio y su droga blanda

Coinciden en este punto de la historia

En los trenes de la madrugada

Las manos hacen un círculo en el vaho

Por donde mirar la cuenta atrás

Estaciones tras las estaciones

Y no hay manera de no llegar al final

Miran entrar otros condenados

Y se preguntan hasta donde irán

Prefieren por un rato estar solos

Y no tienen nada más que soledad

Faltan dos minutos para la hora

Y se van llenando de perdidos

Cada uno trae un bolso y una soga

Un rencor  y un desafío 

Cada mañana  la misma historia

En los trenes de los sueños marchitos

Parten los trenes de la madrugada

Cierran las puertas y ya son prisión

 De los que nunca conocen la condena

De silencio, jerarquía y televisión

Un remolino de vías y reflejos

Quedan atrás la vida y Saint Lazare

No se preocupan, les dicta el camino

Algo más poderoso que el azar.  

Faltan apenas veinticuatro horas

Para que vuelvan a repetir la nada

las promesas nunca vienen solas 

y el abismo está detrás de la ventana

Condenados a repetir la historia

En los trenes de la madrugada

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poemas

Georges en el armario

La pobre señorita no supo qué hacer

Con tanto hambre curioso y libertario

Miró al cielo, resopló otra vez

Y guardó la llave en su bolsillo blanco

Y ahí está Georges,  en la oscuridad

La maestra lo llevo a las tinieblas

No tiene miedo, enciende su luz

Y el niño pare al hombre que se rebela

Y miren

Miren como crece

Nadie tan libre en tan poco espacio

Escuchen

Detrás de la puerta

El mundo de George cabe en un armario

Y vean

Como se despliegan

El paraguas, la muñeca y el gorila

Y sepan

Que no la bomba

Sino el poeta desata la anarquía

La puerta cerrada y el mundo detrás

Un mundo ancho, ajeno y gris de ausencia

Y el silencio de Georges empieza  a estar de más

El universo estalla en su cabeza

Conoce ahora por primera vez

La comedia bufa de las autoridades 

Entiende que la fuerza es el poder

Y que su vida va a ser buscar verdades.

Y miren

Miren como camina

Nadie tan libre con tanto bigote

Escuchen

Detrás de la cortina

El mundo de Jorge cabe en tres acordes

Y vean

Como explican todo

Los enamorados de los bancos verdes

Y sepan

Cada cual a su modo

que los corazones nunca se pierden

Y ahi està Georges,  que siente en la piel

la doctrina que imponen los ignorantes

No tiene miedo, conoce su luz

Y el hombre le pide al niño que lo acompañe.

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Café Zoom. Emma Milan, cantante (y2)

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Café Zoom.Emma Milan, cantante

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Raskolnikof

Crimen no es matar; es estar muerto

y no decirte que no me queda vida.

Crimen es el silencio de los sordos

y la indolencia de los homicidas.

Crimen es ocultar la retirada.

Crimen de leso amor es la rutina.

Criminales abyectos son tus ojos

un instante después de la mentira.

Crimen la felonía y el pecado

de ignorar el tiempo de la despedida.

Crimen es, al fin, haber dejado

que el miedo se nos vuelva cobardía.

Crimen es tantos años sin mirarnos.

Castigo no es la muerte, es la agonía.

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Café Zoom. Carlos Rapolla

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pequeño diccionario de emergencias


la palabra dios se desdibuja
y deja unas líneas desprolijas
luego varios puntos
luego nada,
la palabra naranja 
me llena la boca de saliva
y las ganas de morder una naranja
que queda en la heladera,
la palabra tiempo
no significa nada
queda a cargo de los otros
no termina nunca de llegar,
la palabra mujer
tiene ojos 
de azúcar moreno
camina como si el mundo tuviera futuro
y es como debería ser 
la humanidad,
la palabra agua
duerme bajo siete llaves
hasta que venga 
el héroe del cuento a liberarla,
la palabra poema
late sin darse por vencida
aunque a veces
la desligue de la poesía,
la palabra alegría
vuela por el salón
salta a la cama
y se parece bastante
a la palabra lucidez,
la palabra bondad
es sinónimo preciso
de la inteligencia,
las palabras futuro
es femenina
y es masculina
respiran con vigor
explican todo
y duermen a doce pasos 
de donde escribo.
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Café Zoom. Oscar Choy, Locutor

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trascendencia

trascendencia

Mis novelas
no las lee ni el loro
son horas de haber leído
de haber vivido
de haber callado
guardadas en una carpeta de mi ordenador
silenciosas


Mis poemas
no los lee ni el gato
están fabricados con desamor
con carreteras, 
con admiración
guardados en un rincón de mi computadora
bailan quietos

Mis cuentos, 
mis artículos
mi teatro
no los lee nadie
son intentos casi vanos
de hilar un pensamiento
de tejer sentimientos
esperan a nadie junto a las novelas 
y los poemas

Pero ahora
duermen a unos metros 
de estas palabras
dos sueños
dos vuelos
dos fuerzas
es Luna 
y es Bruno
que un día sentirán curiosidad
por el iluso de su padre
y pasearán sus ojos
por mis viejas lineas
que forman los poemas, las novelas
el teatro, los cuentos, los artículos
y les darán el sentido
que tuvieron 
desde la primera línea.
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Café Zoom N° 42. Santiago Camacho, periodista

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Café Zoom: Carlos Salem

Carlos Salem: «La novela tiene que tener lirismo»

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Alicia Dujovne Ortiz en Café Zoom.

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Soraya Vitola en Café Zoom.

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Café Zoom T3 E33 Xavier Tribolet, músico y arreglador.

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Nueva novela a la venta

Con envío a Francia 22€, a Europa 27€ : https://paypal.me/fmblasco

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Marcelo Balsells, cantante y gestor cultural (y 2)

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Marcelo Balsells, cantante y gestor cultural (1 )

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María Amaral, artista plástica (y 2)

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Maria Amaral, artista plástica (1)

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Karp, artista plástica

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Café Zoom T3 E24. Rubén Blasco, antropólogo.

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Sol Milovich, coach

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tres años

Ellos no conocen todavía

la importancia de una canción

Por eso 

Cuando escuchan canciondeluna

No se estremecen

Como me estremezco yo

Que la escribí

Por eso

Cuando escuchan canciondebruno

no se emocionan

como se emociona su madre

que la compuso

ellos desconocen todavía la importancia del tempo

de la síntesis

de las palabras justas

de la melodía precisa.

Ellos no conocen todavía

La importancia de una canción

ni el país que significa

Una novela.